José Ancio Arroyo nació en 1913 en La Luisiana (Sevilla), lo llamaban el Añadío, apodo que le venía de su abuelo, porque era tan alto que parecía que le habían “añadido un trozo”.
Su vida en el pueblo fue dura, muy dura, como la de la mayoría de sus vecinos. Vivió sin padre; su madre, Carmen Arroyo, murió en el parto. Fue criado por su hermana Dolores, La Añadía. Nunca asistió al colegio. Se ganaba la vida como podía: de jornalero, cortando palmas, recogiendo espárragos, aceitunas. Unos días antes de su huida se casa con Valle Cadena Doblas (Valle la de Brígida).
El 18 de julio de 1936, las fuerzas de seguridad del municipio de La Luisiana se sumaron al golpe militar. Al día siguiente, el 19 de julio, tropas del destacamento militar de Écija entraron en La Luisiana. Con pistola en mano, uno de sus mandos realizó varios disparos al aire desde la plaza de la iglesia, proclamando la toma de la villa bajo la obediencia nacional. Desde ese momento comenzaron las detenciones de hombres, mozos y mujeres que aparecían en una lista como afiliados a la Casa del Pueblo.
Aquel mismo día detuvieron a 19 jóvenes junto al juez de paz, Francisco José Lasarte Cordero, esposo de Isabel Pineda. Esa noche fueron asesinados. Sus cuerpos aún yacen en cunetas y fosas comunes del municipio.
José Ancio Arroyo, sindicalista, comunista, y miembro de la Casa del Pueblo, se refugió al anochecer entre unos olivos, cerca de la casilla de La Pichela, una vecina del pueblo. Se ocultó por detrás del Cortijillo Alejandro.
Muerto de miedo, se subió a lo alto de un olivo. Agazapado, con el alma en vilo, escuchaba los ruidos de la noche: búhos, alcaravanes, autillos, mochuelos. ¡Siempre en alerta! Desde su escondite divisaba el camino del Chozo del Quemaíllo, entre El Campillo y La Luisiana.
A las seis de la mañana, en la calma sombría de la jornada nocturna, sintió el llanto desgarrador de una mujer. Se acercó con cautela. Era La Pichela.
—¿Por qué lloras? —le preguntó.
—Porque han matado a 19 vecinos muy jóvenes —le respondió, entre sollozos.
¡Se había librado de una muerte segura! Sus ideas progresistas, su militancia sindical junto a su afiliación a la Casa del Pueblo eran razones suficientes para convertirse en objetivo de la barbarie.
Tenía que marcharse de su pueblo, aunque eso significara dejar atrás todo lo que amaba: su vida de recién casado; su familia. ¡Su destino y el de su esposa pendían de un hilo!
Al despuntar el alba, se dirigió hacia el Monte de La Chacona, tomando el camino que une La Luisiana con Palma del Río, pueblo de la provincia de Córdoba que aún permanecía bajo el control de la República.
Allí se encontró con los hermanos Risitas, el Maquinista y un Tolito. Estaban junto a Canalejas, uno de los últimos alcaldes republicanos del pueblo. Tras intercambiar impresiones sobre lo que acababa de ocurrir, Canalejas tomó la decisión de regresar a La Luisiana para proteger a sus hijos. Lo apresaron, no lo mataron, pero como castigo por su pasado republicano lo condenaron a recoger y enterrar a todos los asesinados por el nuevo régimen.
Los hermanos Puti, el Maquinista y el Tolito optaron por continuar hacia Palma del Río, apenas a 20 kilómetros. Querían salvarse. Pero su decisión los condujo a la muerte: el camino “de Palma” estaba fuertemente vigilado por milicias fascistas. Fueron interceptados y asesinados en el término municipal de Cañada Rosal.
Sus cuerpos fueron enterrados junto a una encina solitaria. Aún hoy, ese árbol resiste, el lugar es recordado como la fosa de los tres chaparros.
Pepe el Añadío decidió entonces seguir su camino hacia Palma en solitario, atravesando el encerrado de Don Félix. Cuando el sol se hundía en el horizonte, se topó con el dueño de una de las casillas que lindaban con aquel paraje.
—¿Por dónde tengo que ir para llegar al camino de Palma del Río? —le preguntó.
—¡No se vaya usted por ese sendero! —le advirtió—. Está muy vigilado. Es mejor que cruce encerrados y fincas por donde pastan los toros bravos.
Aquel hombre lo salvó. Gracias a su consejo, se libró, una vez más, de las garras de la muerte.
Atravesando dehesas, fincas ganaderas, terrenos de monte bajo, llegó al río Guadalquivir. A lo lejos divisó el puente que debía cruzar para alcanzar su destino, pero pronto se dio cuenta de que estaba derruido. Las tropas de la Remonta de Écija lo habían bombardeado con un cañón desde el cerro de San Cristóbal.
Como pudo, se descolgó por los restos del puente hasta alcanzar la orilla. Tuvo suerte, ¡mucha suerte! Se topó con un vecino de la zona, conocido como Jaramago, que le orientó:
—Sigue esta senda paralela al río —le dijo—. Te llevará hasta el lugar donde está el barquero que puede pasarte al otro lado. Cuando llegues, dile que vas de mi parte.
Así lo hizo. Tomó un estrecho camino pegado al río, caminando con el alma en vilo, temeroso de encontrarse con alguna patrulla fascista cuando ya estaba tan cerca.
Finalmente, desde lejos, avistó al barquero. No pudo contenerse, con la voz quebrada por la emoción, le gritó:
—¡Eyyy, barquero! ¡Me manda Jaramago para que me pases a la otra orilla! ¡Vengo huido desde La Luisiana!
Se sentó un momento en la orilla, sin fuerzas, respirando con dificultad. Tenía los pies cansados, los labios secos, los ojos enrojecidos de miedo y polvo.
En la barca, miró hacia el agua, hacia la otra orilla que acababa de dejar atrás, no pudo evitar que le temblaran las manos. No sabía qué le esperaba más allá, pero por primera vez en días sintió que, al menos; ¡Tenía una oportunidad de seguir con vida!
¡Por fin, en territorio republicano!
Autor: Julio Jiménez Cordobés