«TU ERES MI FUENTE, 
                                                 ILUSIÓN Y MI ALEGRIA, 
                                                 MI SENDERO,MI ESPERANZA 
                                                 Y EL REFLEJO DE MI VIA 
                                                 MI SENDERO Y MI ESPERANZA 
                                                 ¡AY LA LUZ QUE A MI ME GUIA! «

                                                 Camarón del Lp «Calle Real»


A mi padre le encantaba el flamenco que salía por su pequeño transistor. De madrugada salía de casa, siempre con la misma rutina. Tras de sí, una estela de Varon Dandy inundaba nuestra pequeña casita. Después oíamos como se alejaba con la «mobilette campera» camino de su trabajo. A su vuelta, comenzaba con los quehaceres diarios que repetía incansablemente con suma precisión: «arreglar los pajarillos». En mi casa no se comía hasta que los pájaros estuvieran arreglados. Arreglar significaba limpiarlos, echarles agua, comida y detenerse un ratito mirando si las crias habían salido, si alguno estaba enfermo, si apareaba a unos o separaba a otros… 


Una labor que le encantaba y disfrutaba como un niño. Era su terapia. Ya podía venir enfadado, cansado o contento y daba igual que fuera verano, invierno, hiciera frío o cayeran chusos de punta… Los pajarillos tenían que estar arreglados. Con su transistor sonando de fondo, daba innumerables paseos de la cocina al patio, acarreando el avituallamiento. Les ponía pan mojao, huevo, hojas de lechuga, jaramago… Todo colocado en el sitio apropiado para ello y cogido con alfileres de la ropa. Con el agua era generoso. Les llenaba los cacharros echándoles agua con un jarrillo de lata, hasta que rebosaban y se formaba un charquerío en el suelo, que a mi madre le encantaba.

-¡Curroooo!   ¡Miá como lo eta poniendo to!
– ¡Miá! ¡Zi ezto ez agua na má, ropa zuerta!  ¡Cojone que ze van a mori lo pajarilloooo… que haze muncha caló!

Después de arreglar los pajarillos, se sentaba en su mecedora, customizada por él, para hacerla más cómoda, y almorzábamos todos juntos, sentados cada uno en su sitio de la mesa. Casi siempre hablaba con mi hermano Melchor, sobre el trabajo o sobre el «furbo». Después, venía la siesta (en invierno en la mecedora).  Cuando se despertaba un vaso de cafe y vuelta al trabajo, aunque por la tarde había poco que hacer, ya que su trabajo se realizaba, casi todo, por las mañanas.

El domingo era nuestro día. Mi padre nos llevaba al campo. Solíamos ir a coger espárragos, pero para nosotros se convertía en toda una experiencia. Las salidas cada vez eran a sitios diferentes. Era para dejar el ciclo de crecimiento necesario, para los espárragos. Así que unos domingos íbamos en una dirección y otros en otra. A cualquier sitio que fuéramos, siempre había algo que enseñarnos, algo que mostrar, de lo que hablar… Nos enseñaba manantiales, charcos, veredas, caminos, pozos… Veíamos nidos de perdices, tórtolas, patos, ¡las camisas de las bichas! Cogíamos palmitos, tagardinas, chupábamos unos juntos verdes que estaban fresquitos, comíamos brevas, higos-chumbos,… nos subíamos en los árboles, nos bañábamos en los charcos… No sé bien hasta que punto era consciente de lo que hacía y todo lo que ello ha significado en mi vida. Nos estaba enseñando el respeto por la naturaleza.

Había manantiales en los que había un jarrillo de lata, que había que lavar con un poco con agua, antes de usarlo, y después dejar en su sitio de nuevo, para que el próximo que viniera se lo encontrara, cómo antes te lo habías encontrado tu. Había veredas llenas de espárragos, y sólo se cogían los que ya estaban crecidos; los pequeños había que dejarlos crecer. Le daba mucho coraje que otros buscadores hubieran arrancado las esparragueras… No lo soportaba. Nunca pisábamos los campos sembrados, utilizábamos las veredas, o bien caminábamos por un solo surco. Nunca cogimos un nido. Ni los tocábamos, para que la madre no aburriera a los polluelos. Nos limitábamos a verlos.

En verano, nos llevaba a bañarnos en los charcos mas hondos de los arroyos.  Conocimos al «loco la madre». Mi padre se llevaba muy bien con él. Cuando hablaba con él, nosotros nos manteníamos a su lado, porque nos daba un poco de miedo. Un hombre solitario que vivía en una especie de tipi indio hecho con retamas y varetas. Que extraño y mágico a la vez. Cuando hacíamos caminos más largos, en verano, parábamos en las albercas, en los abrevaderos, en los pozos a refrescarnos de la calor insoportable andaluza.

Lo recuerdo siempre con su radio, escuchando el «Carrusel Deportivo» de los domingos, caminando a nuestro lado, cuidando que nos pasara nada, pero dejándonos descubrir las maravillas de la naturaleza.  Orientándonos en todo momento con su carácter y su guasa por partes iguales. Fue autoritario como mandaban los cánones, en ciertas cuestiones, pero en otras, era permisivo.

El último recuerdo que tengo de él son sus ojitos, pequeños, vivos… mirándome, postrado en su cama, descansando de toda una vida llena de maravillosos momentos, esos ojitos que parecían decirme lo feliz que había sido. Yo también lo fui a tu lado, con tus manías y costumbres peculiares, haciéndote el ser más especial de la tierra y que tuve el placer de compartir como padre.Echo de menos oler a Baron Dandy, escuchar la mobilette, salir al campo y verte feliz, caminando, a nuestro lado. Lo hiciste muy bien, debes de estar orgulloso.

¡Yo lo estoy!

Por Baltasar Isla.