La dolce vita

Autor: Baltasar Isla

No sé bien como, pero mis pasos me condujeron hasta la discoteca del pueblo; la discoteca “Zapin”. Si no recuerdo mal, la primera vez que pisé dicho local fue en unas navidades, cuando tenía 14 años. La sensación de bajar las escaleras era la de trasladarte hasta el mundo de lo prohibido donde estaba casi todo permitido. Allí se podía fumar (sin esconderte), besar (sin esconderte), bailar (sin vergüenza) y beber (sin moderación). Yo, claro está, con 14 años, no hacía casi nada de lo que he relatado. Más que nada por la maltrecha economía, que me impedía comprar tabaco y pagar consumiciones. Lo de besar y bailar si que lo hacía, cuanto me dejaban y podía.

Para entrar tenías que pagar la entrada con consumición o bien intentar la difícil tarea de camelarte a “Pepe el Cojo” y colarte… empresa harto complicada. Pepe era un muro infranqueable. Así que te pasabas la semana entera ahorrando para la entrada… o esperabas a que Pepe se apiadara de ti, después de pasarte un par de horas en la entrada… viendo como los mayores pasaban con una facilidad pasmosa.

En “la Zapin” sólo había una pista de baile (más adelante se habilitó otra, por la demanda), donde alternaban las canciones para bailar suelto, sevillanas y agarrado. La pista de baile era el escaparate donde cada uno mostraba sus mejores armas: mejores atuendos, mejores bailes, mejores peinados… El suelo estaba formado por unas planchas de metal, algo rarísimo e inusual, pero que ayudaban a conseguir pasos de baile espectaculares. Colgando del techo la bola de espejos que brillaba con los temas lentos, llenando toda la disco de millones de lucecitas que recorrían las paredes, sillones y rostros y que provocaban un efecto mareante. Pero para mareo el “strobo”. La luz esa que marea. Que parecen flases repetidos. Ufff! ¡La primera vez que la vi… que subidón! Era como ir a cámara lenta. Un efecto que nunca había visto en ningún lugar. ¡¡¡Y las luces psicodélicas!!! Se encendían y apagaban dependiendo de la música que ponías. La cabina del disc-jockey (en aquel momento José Manuel Pigner “el cojo”) estaba al lado de la pista, en alto, de forma semicircular, y podías pedir los temas que quisieras, sin apoyarte al metacrilato, porque si no saltaban los disco. A la cabina se accedía por un lateral, subiendo dos escalones, con el beneplácito del disc-jockey, y de los que le acompañaban. A mi me atraía de manera extraordinaria ese lugar. Las luces, los discos, la mesa de mezclas… y el poder que ostentaba ser el rey de la noche… me cautivaba. La barra de la disco estaba en un lateral de la pista. 

Lo que más nos llamaba la atención y nos interesaba era el reservado. Un lugar casi sin iluminación, lleno de cómodos sillones super-modernos de colores, donde las parejas nos adentrábamos en el arte amatorio, con besos interminables, caricias imposibles y poses inverosímiles. El reservado era un mundo en sí mismo. Yo lo conocía bien, no porque lo frecuentara mucho o poco, si no por mi trabajo. Tenía que recoger los vasos de las mesas cuando estaban vacíos y llevarlos a la barra para que ésta no se quedara sin ellos. Sin vasos no había posibilidades de consumir… y eso para los dueños se traducía en una disminución de ganancias. Así que tenía que adentrarme en la oscuridad del reservado, intentando no molestar a las parejas. He de decir que siempre fui muy discreto. Más que nada por la vergüenza que pasaba… ni levantaba la mirada… solo tenía ojos para mis vasos. Llevábamos (hablo en plural, porque Lean era mi compañero de fatigas) una linterna que tapábamos con los dedos, estratégicamente, para solo dejar ver lo justo y que nadie se molestara. Íbamos alternando los sitios. Nos compenetrábamos estupendamente. Lean siempre ha sido más “echao pa´lante” que yo, así que a él no le importaba pasar por el reservado tantas veces como hiciera falta. Y mientras yo me ocupaba de otros lugares. Nos pasábamos la noche dando vueltas sin parar. Algún que otro baile, una charla con no sé quién, un cigarro, y otra vuelta más.

Con el tiempo pasé de recoge-vasos a disc-jockey. Pero no sólo de “la Zapin”, también de “La Rueda” y “Chaplin”. Se abrían los fines de semana y poco a poco los días más próximos a los fines de semana. Estaban los “miércoles locos”, donde se hacían preguntas que tenías que contestar o bien conseguir lo que solicitaban. El premio: una consumición gratis. También para que acudieran a la disco, se hacían actuaciones imborrables de artistas de renombre. Al final la discoteca terminó siendo mi segunda casa. Siendo justo he de mencionar a Juani “el recovero”, el pincha más famoso y que más tiempo estuvo con ese puesto. También Mari Barrios, valiente como nadie y emprendedora, que ponía temas en la pista de lentos.

Tengo (tenemos) muchas anécdotas que podría contar, teniendo en cuenta que éramos los que primero entrábamos y los últimos que nos íbamos. Fueron unos años locos, divertidos, donde no parábamos de reír y de bailar. Descubrimos el amor, los desengaños, las mentiras, el trabajo, la diversión, los peligros nocturnos y el valor de la amistad. Sabíamos que la discoteca iba a cerrar cuando sonaba Triana y aparecía el “Serrato” …señal indiscutible que aquello chapaba.

Autor: Baltasar Isla

 

Gentileza grupo facebook La Luisiana/El Campillo en imágenes.
Gentileza grupo facebook La Luisiana/El Campillo en imágenes.