4ª Parte. Manuel el Curruca: uno de los últimos de la memoria viva de La Luisiana.

4ª parte. ¡Emilia! Mi novia, mi mujer, ¡Mi vida!

Autor: Julio Jiménez

¡Emilia! Mi novia, mi mujer, ¡Mi vida! Era de El Campillo. Villa a tres kilómetros de La Luisiana. Las dos localidades constituyen el Municipio; cada uno con su identidad propia, pero unidos por el abrazo de la campiña, ¡Sus límites son apenas líneas en el viento!

Bajo el mismo cielo se alzan los sueños de ambos; en sus tres kilómetros que los separa florece la flor de la fraternidad. Sus voces resuenan en armonía como un coro celestial, donde las palabras son versos que narran historias comunes.

Caminan juntos, como dos notas inseparables en la partitura, cada paso es un compromiso, cada encuentro es un abrazo eterno que no conoce fronteras en el baile de la vida; danzan al compás de la unidad, ¡Dos almas gemelas que transitan compartiendo la misma senda!

En las faldas del tiempo, entre susurros de historia tejida, se asoma ¡El Campillo! Donde el sol acaricia sus calles, sus rincones de sueños; donde cada hogar es un capítulo del libro de su memoria centenaria, ojos curiosos que observan el paso del tiempo. El pueblo canta al viento, como una sinfonía de aromas y sabores que acarician el alma de sus tradiciones: ¡Romería Virgen de Fátima! ¡Semana Santa! ¡Las Candelarias!

Su plaza, Carlos III, palpita con la vitalidad de sus habitantes, en ella aún resuena el eco, el murmullo de aquellos colonos que la fundaron próxima al “Pozo Rey” en el ejido1.

En mis tiempos de mozo, continuaba trabajando en el cortijo de Mingandré. En el poco tiempo libre que disponía salía con mis amigos, Pardillo, Francisco Postigo, Pepito el de la Capataza, Manolé. La savia de la juventud fue el néctar que nos guiaba hacia la búsqueda del amor en un peregrinaje de corazones inquietos.

Mi amigo Pardillo, tenía novia en El Campillo; salía con un grupo de mozas, fue él quien nos invitó un día a salir. En aquella época no existía carretera, las dos poblaciones estaban comunicadas por un maltrecho camino a veces imposible de transitar. Nos desplazábamos en bicicleta, tres por bici, uno en el cuadro, otro en el sillín y el último en el portaequipaje. Tres kilómetros que se nos hacía interminables, algunas veces cuando llovía una ¡Eterna pesadilla!

El paseo del pueblo era el camino hacia La Luisiana, por las tardes se convertía en un lugar de encuentro de pandillas de zagales2. Junto a mi amigo Pardillo y su novia paseaban otras mocitas, él me presentó a Emilia, cuando la vi por primera vez sentí que sería el amor de mi vida, guía en el paisaje de mi existencia, solo su presencia acariciaba mi alma, me quedé sin palabras. ¡Me había enamorado!

En ese maravilloso momento percibí que construiríamos una vida juntos, una obra, una historia de amor que jamás se extinguiría. Así fue, hace treinta años que no está a mi lado, pero la sigo amando como ese primer día; mi compañera valiente en los desafíos que nos trajo la vida, pilar sólido que resistió las tormentas más duras. Faro que ilumina mi vida, llama eterna que arde en el altar de mi corazón. Cada día, aunque no estés, me levanto contigo para seguir escribiendo el libro de nuestra vida, una historia que me siento afortunado de redactar a tu lado. ¡Te quiero Emilia!

Al principio fue duro porque le pretendía otro mozo del lugar. Éste, al darse cuenta de mis intenciones, habló conmigo diciéndome: – ¿Tu de qué vas? Me sinceré con él, empezamos a competir por la misma mujer. Al final, tuve suerte, en una de nuestras conversaciones le propuse ser mi novia, ¡Aceptó! Iniciamos un largo noviazgo de siete años que nos llevó a descubrir la fuente del deseo. Una noche, en la puerta de su casa, las conversaciones íntimas junto a nuestras miradas se cruzaban con la complicidad del deseo. Entre risas nerviosas y el rumor cómplice nos aventuramos a explorar un territorio nuevo, emocionante: ¡El deseo compartido! Nuestros labios, confidentes de secretos, se encontraron.

¡Nuestro primer beso! ¡Lo recuerdo como si fuese ayer!

En repetidas ocasiones, al retirarnos de la puerta, optaba por pasar la noche en casa de familiares o permanecer en el bar del pueblo, que se mantenía abierto para atender a los jornaleros que se preparaban en las primeras horas de la madrugada para ir al tajo3.

En innumerables visitas, al acercarme, la encontraba ataviada con la vestimenta típica para la cosecha de aceitunas (sernieras4): pantalón largo, blusa amplia que caía hasta los muslos, pañuelo cubriendo su cabello, anudado al cuello, y un gran sombrero de esparto colgando hacia atrás. Los días festivos no eran considerados; ¡El trabajo continuaba siempre que había tarea pendiente en el campo!

Durante nuestra etapa de novios, tuve la oportunidad de conocer a los padres de Emilia, quienes me trataron con gran amabilidad. Aunque no solíamos entablar conversaciones frecuentes, apreciaba la manera en que respetaban nuestra privacidad. Fue hasta que decidí proponerle matrimonio y llevarla a vivir a mi hogar que mantuve mi primera conversación significativa con ellos.

En ese momento, mi futuro suegro, con sinceridad, expresó su preocupación sobre la falta de recursos económicos. Ante esta situación, compartí la noticia con mi madre, quien, con su sabiduría, me alentó a enfrentar los desafíos. Siguiendo su consejo, me dirigí a El Campillo y le propuse a Emilia mudarse a mi chozo, ¡Con mi familia! Ella, sin dudarlo, aceptó, y así, con lo puesto, la llevé en mi bicicleta hasta La Luisiana.

Al llegar a mi hogar, Emilia se sumó a nuestras vidas ayudando en las labores diarias. Mi madre, generosa, compartió con ella sus conocimientos sobre las tareas domésticas. Aunque aún no estábamos formalmente casados, compartíamos el mismo espacio para descansar. En el domicilio familiar, donde todos vivíamos en un cuarto, Emilia y yo ocupamos el otro.

Con el tiempo, cuando mi hermano y hermanas ya estaban trabajando, tomamos la decisión de buscar nuestra independencia. Nos mudamos a una casa, acompañando a una mujer que generosamente nos ofreció alojamiento sin costo, a cambio de nuestra compañía y cuidado. Allí residimos durante un tiempo determinado hasta que un vecino nos proporcionó una casa propia, donde finalmente vivimos solos como pareja.

La vida continuaba, aún faltaban algunos años para formalizar nuestro compromiso en matrimonio. Sin embargo, cada día era una página más en el libro de nuestra vida compartida, una historia que escribíamos juntos, en el lienzo de nuestros recuerdos.

Julio Jiménez Cordobés

VOCABULARIO

 

1.- Ejido. Campo común de un pueblo, lindante con él, que no se labra, y donde suelen reunirse los ganados o establecerse las eras.

2.- Zagal. Persona joven, muchacho.

3.- Tajo. Sitio hasta dónde llega en su faena la cuadrilla de operarios que trabaja avanzando sobre el terreno; como la de mineros, segadores, taladores, etc.

4.- Sernieras. Ropa especial que se usaba para trabajar en las labores del campo.

Haz clic en la imagen para ampliar: