La casa de los barrios

Autor: Baltasar Isla

 

– ¿Eztá er Lean?

– ¡Pazaaa! que ya baja…

Y terminaba de abrir la puerta del zaguán, para acceder al distribuidor que conducía o bien a la sala-comedor, o bien a la cocina o al salón de estar. Miraba hacia los lados para intentar ver quién y de donde habían pronunciado esas palabras.  Casi nunca veía a nadie. Normalmente contestaba la abuela, que pasaba gran parte de su tiempo en su dormitorio, al fondo de la sala-comedor. Al final caminaba hasta la cocina y esperaba de pie a que bajara mi compañero de locuras.

– Illo  !Zube que mi hermana dize que te ha hecho uno pantaloneh! ¡Que te loz pruebe!

Casi nunca esperaba en otro sitio que no fuera la cocina. Era el lugar más transitado y por donde tarde o temprano alguien aparecería. La habitación que estaba a la derecha del distribuidor era la sala de estar. Pero donde casi nunca se estaba, o al menos yo casi nunca veía a nadie. Estaba siempre en penumbra. La ventana cerrada y las cortinas corridas. Llena de sillones y sofás, grandes y ampulosos.  Una librería enorme y cuadros. Y por una puerta pequeñita, llegabas hasta el espacio de Toño (padre) el relojero.

Una habitación llena de cosas. Instrumentos, cajones, herramientas, lupas, destornilladores, relojes de todos los tipos… un flexo, una mesa y un sillón. El lugar de trabajo de un artesano de los relojes. Entrar allí era como transportarte en el tiempo, rodeado de sonidos diminutos… Pocas veces lo hice. Mi padre nos hacía llevar los relojes a arreglar y a recogerlos. Pero después de aquellas ocasiones obligadas, casi nunca más volvimos a entrar. La escalera que estaba en la cocina subía y hacia una U, con dos descansillos para torcer, casi al final de la escalera. En el último descansillo, había una puerta que daba a una de las tres habitaciones que poseía el piso superior. Era la habitación de er Lean.

Para llegar hasta la de Mari, tenías que subir un poco más y llegar a otro pequeño distribuidor por donde podías acceder a la azotea o a un salón superior con una ventana enorme que daba a la calle y dos puertas simétricas en ambas paredes laterales, por las que llegabas a la habitación de Mari barrios o de Antoñito (hijo). Lo del salón superior no lo había visto en mi vida. Era un sitio de reunión, para no estar en las habitaciones. Allí pasábamos la mayor parte del tiempo. En invierno la mesa camilla y Adamo eran nuestros aliados.

– Te he jecho un pantalón de montá a caballo! Entra en el cuarto de Antoñito y te lo prueba.

Las tres habitaciones sufrían cambios constantes de decoración, de ubicación del mobiliario y infraestructura. Así qué, entrar en cualquiera de ellas era una sorpresa. Hoy la cama estaba aquí y mañana allá. Al otro en el centro y pasado mañana había quitado la cama y dormía en el suelo, sin somier, encima de unos palés. Me recordaban un poco a Pipi Calzaslargas. Hacían y deshacían a su antojo y con el consentimiento de todos. Existía como una especie de anarquía, donde cada uno decidía que hacer con sus cosas y su espacio.

De igual manera pasaba con las vestimentas, los cabellos, indumentarias y aspecto. Mari Barrios era una experta en cambiar sus vestimentas. Reutilizándolas, adaptándolas, cambiándolas de color…Imagino que tenernos como cobayas (agradecidas) le sirvió para ampliar sus experimentos “costuriles”. En el radio-cassette sonaba Adamo, Roberto Carlos o los italianos de la época. Nos aprendíamos las canciones de tanto oírlas. La habitación de Mari era un pastiche de color y texturas. Retales, pantalones, camisas, mangas, calentadores, hombreras, imperdibles y cinturones, se amontonaban por rincones y encima de las sillas. Una máquina de coser y un flexo encendido, eran su eterna compañía.

– Po te quea bien!

Era un pantalón negro, de una tela como de paño o fieltro. La cinturilla alta, anchos en los laterales de los muslos (de montar a caballo) y estrechos de la rodilla para abajo, hasta terminar en unas cremalleras que te ajustabas al final de los gemelos.

– ¡Yo con ezto no sargo ni a la ezquina del zapatero!

– Miá ¡Zi eztan mu guapoh! Ezpera que recorto laz mangaz de una camizeta..!

Y allí seguía ella intentando componer un modelito para atrevidos o inconscientes como nosotros.

En la habitación de Antoñito se solía escuchar Víctor Jara (en directo desde el Olimpia), Quilapayun y su cantata… y toda una serie de cantautores protesta, de los cuales él sabía mucho más que ninguno de nosotros y nos instruía en la inconformidad, el pensamiento libre y las libertades políticas y sociales. En esa misma habitación me taladró la oreja… en un acto de protesta, de rebeldía, de inconformismo… de libertad. ¡Que dolor pasé!

– Ezo no duele… Te pongo un yelo y se te enduerme la oreja. Te pongo una papa detraz y con una aguja con un hilo enzatao, te jago un agujero…que no duele na de na.

¡Vi las estrellas! La oreja nunca se terminó de endormir con el hielo. Me dolía de lo fría que la tenía y me dolía del dolor que me produjo la aguja cuando atravesó el cartílago y derramó un hilillo de sangre. Me dolía cada vez que me movía el hilo, para que no se quedase pegado… Me dolía mucho. Pero lo hice.

De la misma manera, nos dolía cuando nos criticaban por las vestimentas que nos poníamos, por los pelos que llevábamos o por los comportamientos que teníamos. Nos dolía, pero lo hacíamos. Porque creíamos en la libertad de elegir, en la libertad de expresarnos, de manifestarnos, de enfrentarnos a una sociedad cambiante, pero aun conservadora. Creo que nunca fuimos conscientes de lo que hacíamos. Sencillamente lo hacíamos por diversión e inconformismo. Por transgredir y saltarnos las normas, propio de la adolescencia y juventud, más que por los valores que, sin saberlo, conllevaba nuestra conducta.

– ¿Te pongo unoh imperdibleh en el pantalón? ¿o le hago uno rajone a la camizeta?

– Déjalo asín.

– ¡Venga le hago lo rajone!

Y volvía con la costura, volvía a mirar unas revistas y volvía a darle la vuelta a la cinta de cassette, ahora por la cara B.

– Barta! ¡Yo me bajo a arreglar la moto!

Er Lean con sus chanchullos. Nunca estaba satisfecho de cómo estaba su moto. Siempre le hacía falta mejorar algo. Aparentemente estos tres hermanos eran totalmente diferentes, pero cada uno en lo suyo, eran iguales. Imaginativos, creativos, disparatados, inconformistas y maravillosamente locos. Los años que pasamos con ellos fueron los causantes de que nuestro crecimiento personal sufriera un cambio esencial. Aprendimos a ser como queríamos ser. Mi juventud no pudo estar más llena de buenos momentos compartidos con ellos.

Nuestra amistad aún perdura, con el paso de los años, cada uno de nosotros hemos construido nuestras propias vidas, ajenas a la de los otros, pero sabiendo que no seríamos lo que somos, si no nos hubiéramos conocido.

Sólo me queda dar las gracias, por haber estado y seguir estando ahí.

¡Gracias!

 

Autor: Baltasar Isla