Me llamo Francisco Ruiz Limones, aunque me llaman ¡Curro Limones! Nací en una fría mañana del 21 de febrero de 1937, en un pequeño pueblo de la campiña sevillana: La Luisiana. Me gustaría contaros “la gran faena de mi vida”.
Así comienza este viaje por mi memoria. Soy un torero de raza, nacido en nuestro pueblo, que lidió con la gloria, con la dureza de los tiempos que me tocó vivir y sobre todo, con la vida misma, como si de un toro difícil se tratara. No todas las faenas se hacen en el ruedo. Algunas se hacen con el alma.
Mi padre se llamaba Rafael Ruiz Enri; mi madre, Dolores Limones Sánchez. Cuando a penas tenía dos años ella falleció. Recuerdo que me eché encima de ella, desconsolado, mientras una vecina gritaba:
—¡Quitad al niño de su mumá, que no la toque, por Dios! ¡Dolores ha muerto del piojo verde, una enfermedad muy contagiosa!
La pobrecita falleció de tifus epidémico, transmitido por la picadura del piojo humano. Las terribles condiciones de vida (hambruna, miseria), unido a la falta de higiene favorecían esa dolencia.
Hasta ese fatídico día, vivíamos en un chozo en la calle Giralda, justo al lado de unos almacenes que tenía el Ayuntamiento. Estaba dividido en dos partes: una, techada con palmas trenzadas, se usaba como vivienda; la otra, sin cubrir, estaba destinada a guardar animales, cocinar, hacer nuestras necesidades: el corral.
Recuerdo que las paredes principales se alzaban desde el suelo, construidas con tierra mojada, paja y cal. En su interior había dos habitaciones, dejando la zona central como comedor. Unas cortinas tejidas con tela de sacos hacían de puertas para los dormitorios. En el redil estaban nuestros animales; al fondo, un pequeño cobertizo hacía las veces de cocina, junto con el baño: el resto del patio. No teníamos intimidad, pero estábamos acostumbrados a esa forma de vida. A pesar de la pobreza, aquel humilde rincón era nuestro refugio; allí aprendimos a compartirlo todo, a sentir que, mientras estuviéramos juntos, siempre tendríamos un hogar.
La pérdida de mi progenitora me rompió la vida pero ver que mi padre al poco tiempo se casó con una señora viuda llamada “Lolilla la Redondela” me dejó el corazón hecho cenizas. Nos fuimos a vivir con ella y su hija. La convivencia fue terrible, mi madrastra fue muy mala conmigo, no me aceptaba, me maltrataba; recuerdo en una ocasión que me mandó por una caja de cerillos para encender la lumbre, me entretuve más de la cuenta jugando, encendiendo y apagando algunos de ellos con la mala suerte de que me vio desde la puerta ¡No se me olvida la paliza que me dio!
El señorito del cortijo Mingoandrés, donde mi padre trabajaba cuidando los animales, nos obligó a vivir en las yegüerizas. Así que nos tuvimos que mudar nuevamente a unas dependencias de una sola habitación, con una sola cama, donde no había sitio para mí. En ella dormía mi padre con mi madrastra, a los pies, mi hermanastra. Yo tenía que ingeniármelas para pasar la noche; a veces en la cocina, encima de la mesa o entre las sillas, buscando las ascuas de la hornilla para calentarme, otras veces me metía en el pesebre de pajas de la cuadra, intentando escapar del frío de la noche. Al amanecer ya estaba en pie ordeñando cabras, cuidando de los cerdos o barriendo el gallinero. Aquellos días me marcaron; sentía que la infancia se me escapaba entre el frío y la soledad.
Del Cortijo Mingoandres pasamos al molino de Galván entre Ecija y Fuente Palmera, de allí, al molino El Prado en Cerro Perea. Fue precisamente en esos trabajos de mi padre; siempre con animales, rodeado de rastrojos, corrales, donde comenzaron a despertarse mis primeras inquietudes taurinas. Observaba a los novillos, a las vacas, aprendiendo su temple, sus movimientos; no tardé en sentir la necesidad de probar, de jugar con ellos, de hacer mis primeros pases. Aquellos instantes de complicidad con los animales me ofrecían un respiro, un espacio donde podía sentirme seguro, lejos de las palizas y del frío. Allí, en medio de la campiña, nacía poco a poco el torero que siempre llevaba dentro.
Pasaban los años, empecé a tener amigos; entre ellos siempre estará José Delis, “El Campiñé”, compañero de afición, de aventuras, ¡De vida! Desde muy pequeños empezamos a irnos por los encerrados a torear. Aprendimos a ser hombres del toro en mitad del campo, entre sueños y embestidas de vaquillas.
Donde hubiera un festival taurino o una novillada, allí estábamos, recorriendo los pueblos de la comarca. Nuestro objetivo era lanzarnos de espontáneos para demostrar nuestras maneras de toreros. Salté al ruedo en más de siete ocasiones, acumulando multas y noches en cárceles como en Marchena, donde toreaba Curro Romero ante una gran expectación. Aquella vez, El Ecijano y yo saltamos al albero, sin saber qué nos esperaba.
El calabozo era un infierno: apenas tres o cuatro metros, ratas por todos lados, un banco para sentarse, una acequia llenaba el aire de un olor nauseabundo. El frío junto al miedo te calaban hasta los huesos. Menos mal que nos dejaron salir a la mañana siguiente.
Esos días me enseñaron más que cualquier plaza: a medir el riesgo, a controlar los nervios, a templar el corazón.
Por las noches caminábamos por la cañada Real “Madre de Fuentes”, paralelo al arroyo hasta el encerrado de D. Felix Moreno Ardanuy actualmente llamada ganadería el Saltillo. Con mucho tiento salvábamos la alambrada; con la luz de la luna empezábamos a tentar a algunas vaquillas:
—Anda, despacito, que la alambrada está bajita pero traicionera —me susurraba José Delis mientras tanteaba el suelo con las manos.
Yo, con el corazón latiéndome en la garganta, respondía:
—Tranquilo, Campiñé, que esta no es la primera vez que la cruzamos, ni será la última.
Con mucho tiento salvábamos la valla, dentro del cercado, el silencio lo rompía solo el crujir de la hierba seca bajo nuestros pasos. La luna, testigo fiel de nuestras locuras, alumbraba lo justo para ver las sombras moverse al fondo.
—¿La ves? —decía yo, señalando apenas con la barbilla—. Aquella vaquilla es buena pa tentar. Tiene mirada brava.
—Pues venga, maestro —respondía José con media sonrisa—, que esta noche hay faena.
Yo agarraba aquel trapo con el respeto de quien sujeta un sueño. No era un capote de seda, sino un harapo prestado a la miseria. Le salí al paso con una verónica larga, templada, sintiendo cómo el cuerpo se quedaba atrás mientras la vaquilla obedecía a la tela como si de verdad estuviera en una plaza.
—¡Olé! —soltó José bajito, entusiasmado—. Échale ahora un natural, que la tienes metida en el canasto.
Y así lo hice. Con la izquierda bien firme, la vaquilla pasó pegadita. Luego vino el derechazo, más tarde, un pase de pecho que rematé como si estuviera en la mismísima Maestranza.
—¡Si nos pillan nos meten preso otra vez! —rio José entre dientes.
—Que nos quiten lo toreao, Campiñé —le dije sin dejar de mirar a la luna— ¡Esta faena no la olvido yo en mi vida!
Esa noche nos salió todo bien, incluso no nos molestaron los mayorales, o encargados de la ganadería que continuamente vigilaban los límites de la finca. Otras veces no teníamos tanta suerte. Recuerdo que otro día llegando a las alambradas del encerrado íbamos varios conocidos del pueblo, entre todos hicimos una honda con palmas por si se presentaba algún mayoral tirarles piedra; el ganadero nos cogió desprevenido porque se presentó por fuera del encerrado por la Cañada Real, se nos echó encima con una gran garrocha en las manos. El primero en caer fue Francisco el Chichi, el abuelo del cantante de nuestro pueblo Carlos Kávila. Mi amigo y yo nos refugiamos entre las aneas del Charco de Lora. Parece que lo estoy viendo:
—¿Te acuerdas de aquella noche que íbamos cinco o seis, buscando vaquillas? —empezó diciendo Campiñé con media risa— ¡La de la honda y el garrotazo!
—¿Cómo no me voy a acordar? —le dije—. ¡Aquello fue de película! Llevábamos una honda por si venía el ganaero pa tirarle piedras, pero claro, de lejos, que aquello era un hombre serio.
—Y se presentó, ¿te acuerdas? Por fuera del encerrado, por la Cañada Real. Venía con la garrocha en la mano. Se fue directo a Francisco el Chichi, y ¡zas!, le metió un garrotazo que lo tiró al suelo.
—Cuando vi eso, te lo dije: ¡Vámonos, Campiñé, que esto se pone feo!
—Y salimos escopetados pa’l charco de Lora —continuó él—. Nos escondimos entre las aneas, agachados, sin respirar casi.
—Pero el ganaero nos vio —añadí—. Se vino directo pa nosotros y de un salto nos metimos en el charco. ¡Con la ropa y tó! ¡Y era uno de febrero, compadre, un frío que se te clavaba en los huesos!
—Nadábamos como si nos persiguiera el mismo diablo. Cruzamos el charco entero a nado, tiritando, hasta que salimos al otro lao.
—Y venga a correr por los llanos, con la ropa empapada, hasta que dimos con un chozo.
—Allí había una mujer. Le pedimos una cerilla, nos dio una; prendiendo fuego a una palma grande.
—Nos quedamos los dos temblando junto a la hoguera, hasta que nos secamos. No sé si nos salvamos del ganaero o del resfriado.
—De los dos —dije, riendo—
Al encerrado de Don Félix íbamos casi un día sí y otro también. Nuestra afición era tan grande que no nos importaba correr riesgos. Aún vive en mi aquella noche en que José Delis se llevó una yegua para hacer el viaje hasta la finca, más cómodo, pero lo que más me sorprendió fue que la metió también dentro del encerrado.
Qué pena de animal. Una vaca se la tomó con ella, la destrozó sin piedad. Aquello fue un desastre. Los animales no entienden de cariño, solo de instinto. Entre vacas y yeguas, aprendíamos también la dureza de la naturaleza. Fue en esos momentos donde realmente se forjaba un torero.
Otro día entramos al encerrado por una alambrada. Venía uno con una yegua, un hombre del Cortijo de los Marroquíes, era de noche. Cuando íbamos para dentro, vi a lo lejos la llama de un mechero, la luz de un cigarro. Le dije al compañero:
—¡Sal de aquí, sal del encerrado! —.
Salió corriendo con la yegua y yo detrás de él. De pronto sonaron dos tiros. Me tiré por debajo de la alambrada destrozándome toda la chaqueta, pero salimos ilesos corriendo por el camino de regreso al pueblo.
Jamás se borrará de mi memoria un día en el rastrojo de Don Félix Moreno. Se lo comenté a Campiñé con una sonrisa que salía del alma:
—¿Te acuerdas de aquella vaca con cara de toro?
—Cómo olvidarlo —me respondió—. Tenía más cuajo que algunos novillos de plaza.
Le apartamos entre los dos, pero cuando me puse delante ¡Madre mía!, qué arrancada tenía. la vaca respondió con una embestida franca, humillando.
Me cuadré, le bajé la mano como si estuviera en Las Ventas. Qué temple, me dije.
Le pegué siete u ocho muletazos, pero de los buenos. Empecé por derechazos, despacito, con la mano baja la vaca embestía con clase. Luego me lie por naturales, ¡Se me vino cosida a la muleta!
—¿Cuántos le pegaste?
—Siete u ocho muletazos, bien medidos. Empecé por el pitón derecho, llevando la embestida larga, por abajo. Me sentí muy seguro. Aquella vaca tenía una nobleza que no se olvida.
—¿Y después?
—Me la eché a la izquierda. La cité con la muleta adelantada, vino con entrega. Fueron tres o cuatro naturales limpios, de mano baja. Luego un cambio de mano por delante, cerrando con un pase de pecho que se la llevó por completo.
—Fue una faena de verdad, Curro. De las que valen más que muchas tardes de luces.
Yo solo pude responder: ¡Ahí es donde se hace el torero, en el rastrojo, con la luna por testigo!
Autor: Julio Jiménez Cordobés