Historia de un superviviente: José Ancio Arroyo, «El añadío» II Parte

Cruzado el Guadalquivir, entre las huertas cercanas a Palma del Río (Córdoba), una unidad del ejército republicano le dio el alto. José Ancio se identificó; mientras caminaban hacia la localidad, relató su fuga desde La Luisiana. Estaba, por fin, a salvo. Era momento de reponer fuerzas: comida, agua, ¡Descanso!

En un cortijo próximo se encontraba el comandante Gonzalo Pando Rivero —más conocido como General Chimeno—, médico de profesión, intelectual humanista; militar admirado por sus firmes convicciones políticas además de su decidido compromiso en la lucha contra el fascismo defendiendo la libertad y democracia de su país. Participó en enfrentamientos decisivos como Jarama, Guadalajara o Toledo, siendo ascendido a general con honores tras ser herido en la batalla de Brunete. En el frente de Palma del Río, organizaba la resistencia ante el avance fascista. A su alrededor, iban sumándose decenas de exiliados así como milicianos que llegaban desde distintos pueblos. 

Durante los días en que  «el Añadío» recuperaba fuerzas, se unió a aquel grupo humano comprometido con la defensa de la República. Su tarea consistía en recoger bienes, animales, alimentos, en las zonas más vulnerables para trasladarlos a  zonas más consolidadas. Con ello, evitaban que el enemigo se hiciera con esos recursos. 

Pero el avance nacional no daba tregua. Presionado por la situación, junto a otros exiliados, decidió marchar a pie hasta la localidad de Villaviciosa de Córdoba, donde lograron tomar un tren con destino a Madrid. 

Durante el avance del bando nacional, Madrid fue sometido a un prolongado y duro asedio, convirtiéndose en un símbolo de resistencia antifascista. Los exiliados andaluces que llegaban a la capital, ante el temor de perder la República, se alistaban voluntariamente para defender la ciudad, muchos de ellos formando parte de las milicias populares.

Nuestro protagonista, se presentó en una de esas oficinas de reclutamiento. Sin embargo, no superó la revisión médica debido a un problema en una de sus muñecas, por lo que fue destinado a tareas auxiliares. Muy enfadado, exclamó:

—¡He llegado hasta aquí para defender la República de estos golpistas fascistas, no para pelar papas!

En medio de ese arrebato de frustración, se dio cuenta de que, justo a su lado, un joven soldado lloraba de forma desgarradora porque no quería ir al frente. Sin dudarlo, se acercó a él proponiéndole intercambiar sus destinos:

—Dame tu fusil, te doy mi destino en auxiliares, y yo me voy al frente de Madrid.

De esta forma, José Ancio pasó a formar parte del “Batallón de los Andaluces” perteneciente a la 77.ª Brigada del Batallón Espartaco, integrado por más de 70.000 personas, en su mayoría huidos de territorios ocupados por los sublevados. Al frente de la unidad se encontraba entre otros, José Sabín Pérez, vecino de la villa de Carmona, jornalero, operario de Vias y Obras, destacado dirigente en la vega de Carmona de la CNT. La unidad tomó el nombre de “Espartaco” en honor del esclavo que desafió a Roma. Posteriormente se le adjudicó el número 77 dentro del Ejército de la República.  

Esta unidad llegó a convertirse en una de las grandes brigadas mejor organizadas del Ejército Republicano. Estaba compuesta por cinco batallones de infantería, una compañía de sanidad, una de zapadores, una de transmisiones y otra de intendencia. Bajo el mando de Sabín, se añadió un gabinete de topografía; se incorporaron oficiales militares reconocidos como asesores. Además, se crearon una escuela de oficiales, otra de suboficiales más una revista de carácter interno propagandístico titulada “Espartaco”. 

En un principio, estaban preparados para avanzar hacia Sevilla, pero los mandos superiores decidieron destinarlos a la defensa de la capital.  

El batallón de los Andaluces fue considerado como uno de los grupos humanos con más tenacidad y resistencia en la defensa de la Capital, así lo demuestra la prensa del momento. En un artículo de la época de la Revista Espartacus el periodista de guerra Mauro Bajatierra  narra: 

Un día, aciago día, se inició un ataque por el campo hacia el alto que ocupaban los fascistas, en los cerros de Useras. A la cabeza de las fuerzas que atacaban, no recuerdo cuáles eran, iba un capitán, al que rindo el tributo que merece un héroe; llevaba un fusil ametrallador, tan ambicionado por entonces por todos nosotros. Detrás del capitán, decididos, un puñado de hombres. Nosotros, desde la azotea, con una ametralladora y quince fusiles, y medio centenar de Asalto en otras dos casas, hicimos cuanto fué posible por ayudar a los bravos que atacaban a pecho descubierto, suicidándose. No pudieron lograr su intento; el bravo capitán cayó como un valiente, empuñando su fusil ametrallador, del que no pudo hacer uso. Hincó su noble y leal frente en el suelo. Quedó encogido y muerto tan de repente, que no debió sentir la muerte. Cerca de él, detrás y al lado, cuatro o cinco valientes que le seguían decididos también dieron la vida por la libertad del pueblo. 

Dos días después fueron relevadas estas fuerzas y ocupó las posiciones relevadas el batallón de los andaluces (así se llamaba entre las otras fuerzas) » Espartacus». Se les refirió lo ocurrido a los muchachos, se les señaló nuestras víctimas, que seguían pudriéndose en el campo, mirando al cielo con sus ojos sin vida, pero abiertos, pidiendo justicia hacia el infinito contra los Caínes a su patria que así asesinaban a sus hermanos. Las armas que llevaba el oficial caído despertó el deseo de poseerlas entre nuestros muchachos; los muertos no estaban más lejos de doscientos metros de las líneas ocupadas. Como en el «Espartacus» había hombres acostumbrados a jugarse la vida contra las «seviles» en sus pueblos andaluces, en seguida salieron decididos a intentar el recogerlas.  

La primera tentativa costó dos heridos y no se logró lo deseado. Nosotros, en «nuestra casa» de la calle de Francisco Mora, seguíamos al minuto el interés de los muchachos. Otra tentativa, también poco afortunada, costó un muerto y dos heridos. Contra más caro se ponía el premio de las armas que se ambicionaban y se pagaban con vidas más crecía el interés de poseerlas entre los del «Espartacus». Un día (ya se habían hecho trincheras que comunicaban los barrios de Usera y Dos Amigos, sin que nos costaran bajas) los muchachos andaluces idearon una treta para burlar a los facciosos: comenzar con un ataque por la derecha mientras se colaban una docena de muchachos hasta donde estaban los muertos. 

 Un sargento de Asalto, que resultó herido a los dos días de llegar, por confiado, me dijo cuando llegó a nuestras líneas y se enteró de lo que había: —Esta noche recojo yo esas armas. —¿Tú crees? —le dijo un cabo. —Pues claro, hombre; nada más fácil. Yo, que le vi dispuesto y me dió pena que lo mataran tan inútilmente, le dije: —Ten cuidado, compañero. De noche, el enemigo tiene sus escuchas a cincuenta metros de los muertos; ellos tienen también deseos de armas. Un aviso le hizo reflexionar y no lo intentó aquella noche. 

 Los muchachos andaluces se enteraron del deseo del sargento de Asalto y la noche del día antes en que se iba a simular el ataque, a media noche, cuando dormitábamos (los que podíamos hacerlo) alrededor de un brasero que nos ahogaba de humo, un crepitar de ametralladoras a poca distancia de nosotros nos hizo tirarnos a las troneras y empuñar los fusiles. De mirar para hacer fuego, vimos que el fusil ametrallador y tres fusiles disparaban hacia los traidores; se veía perfectamente por las llamaradas que hacían los disparos. Por un momento quedamos perplejos, sin saber lo que hacer, y por fin se hizo un disparo alto. —¡Espartacus!—dijo una voz de los que en la noche habían avanzado hasta los muertos. 

Un rato después terminaron los disparos. Nosotros, a la luz de la lumbre y de unas velas, nos mirábamos, preguntándonos. El sargento de Asalto, malhumorado, me preguntó un poco agrio: —Oye, periodista: ¿tú eres de la C. N. T.? —Hasta las cachas—le contesté yo. —¿Y los del «Espartacus» también? —De pura solera andaluza—le dije. —¿Pero tú crees, sargento pregunté yo a mi vez— que puede haber algún andaluz que no sea anarquista? —Siento—contestó el sargento—que el fusil se lo hayan llevado ellos. Cuando amaneció todos nos tiramos a las troneras. Del campo habían desaparecido los muertos y las armas; más allá, cerca de la loma enemiga, se veían cinco facciosos tumbados: era el fusil ametrallador de nuestro capitán caído, que había hecho justicia por manos de los de «Espartacus». 

Durante casi tres años, desde el Batallón de los Andaluces de la 77.ª Brigada del Batallón Espartaco, José Ancio Arroyo, “El Añadío”, participó en la defensa de Madrid junto a otros vecinos de su pueblo:  Antonio Doblas Hans «Borriquito» (que fue alcalde durante la República), los hermanos Sorongo, los Gallos y  Joseillo Cuartana. 

El abastecimiento de la ciudad se volvió muy complicado, con solo una carretera libre de acceso: la de Valencia. El racionamiento de alimentos básicos junto con su escasez provocaron la aparición del hambre. A esto se sumaban los continuos bombardeos por parte de las tropas nacionales, que causaban destrucción, sufrimiento y frecuentes cortes de luz. La población madrileña vivía sumida en un profundo dolor. 

José Ancio Arroyo «El Añadío» fue testigo de todos estos horrores de la guerra, lo que lo llevó a gritar una y otra vez: 

—¡Esto es un genocidio! Prefiero pasar hambre, necesidad, frío, antes que volver a vivir una guerra como esta. 

El 28 de marzo de 1939, las tropas franquistas, bajo el mando del coronel Eduardo de Losas, tomaron posesión de la Capital de España   ¡Madrid había caído! 

Autor: Julio Jiménez Cordobés