El quiosco de Carmelita

Cuando pienso en las almas más bondadosas que han cruzado mi camino, no puedo evitar que el corazón se me llene de gratitud y nostalgia.

Recuerdo, en especial, a aquellas madres inquebrantables que, con sus manos gastadas y sus corazones inmensos, sacaron adelante a sus familias en los días más duros. Entre todas ellas, la figura de mi vecina Carmelita brilla como una estrella que nunca se apagará.

En la antigua parada de autobús de La Luisiana, junto a la Plaza Virgen Inmaculada, había un pequeño quiosco que para los niños de mi generación era un mundo lleno de magia. Allí nos encontrábamos con Carmelita, siempre con una sonrisa serena que iluminaba el día. Al lado, estaba el “Bar de Manolito”, donde mi abuelo Julio pasaba sus tardes, disfrutando de su jubilación. Cuando yo andaba por la zona, siempre me regalaba unas “pesetillas”.

¡Y ahí estaba yo, con el corazón latiendo de emoción, corriendo hacia el quiosco!

—¿Carmelita? ¡Dame esa chuche! No, espera… ¡mejor ese caramelo toffee de nata, unas gominolas de ositos rojos, regaliz negro, un palote y una botellita de cola!

Ella, se reía paciente, dejando que escogiera entre aquel tesoro de dulces. No importaba cuánto tardara ni lo indeciso que fuera; me atendía como si fuera su propio hijo, con una ternura que solo las grandes almas saben dar. Nunca hubo un gesto de impaciencia, nunca una mala palabra.

Hace unos días, Carmelita nos dejó. Y con su partida, sentimos que un pedacito de nuestra infancia se ha ido con ella. Para quienes crecimos en La Luisiana, fué más que una quiosquera; fue una madre para todos. Su sonrisa nos enseñó que el amor verdadero se encuentra en los pequeños gestos diarios.

Viuda y con cinco hijos —María, Toñi, Juan Ma, Paco y Salvador—,  se convirtió en un ejemplo de fortaleza en tiempos en los que la vida no regalaba nada.

Pero no se quedó ahí: Su casa era un hogar para todos los niños del vecindario. Entrábamos y salíamos como si fuera nuestra propia casa, compartiendo meriendas, risas y juegos. Éramos una gran familia, y ese lazo sigue intacto hoy. Cada vez que nos reencontramos, nos abrazamos como si el tiempo nunca hubiera pasado.

Recuerdo las tardes de invierno, sentados alrededor de su mesa camilla, con el brasero de picón calentándonos. Las pipas Churruca eran nuestras delicias; pero lo mejor eran las conversaciones: Sueños de adolescentes, primeros amores y risas que llenaban el aire.

Cuando llegaba el verano, al atardecer, en el momento que el sol nos daba una trégua, jugábamos en su puerta: “Ratón que te pilla el gato”, “Un, dos, tres, ¡pollito inglés!”, “la bombilla” … Mientras tanto, desde su mecedora, nos miraba con esa mezcla de cariño y orgullo que solo las madres saben expresar.

Ella no juzgaba, no criticaba, no guardaba rencores. Era un alma transparente, una mujer que vivía para dar. Su generosidad no conocía límites, su humanidad tocaba a todos los que la rodeaban. Fue un ejemplo silencioso de lo que significa amar sin condiciones.

Hoy, al recordar todo lo que nos dio, no puedo evitar que se me escape una lágrima de gratitud. Nos enseñó que el amor se encuentra en las pequeñas cosas: En una sonrisa, en una palabra amable, en un acto de generosidad que no busca recompensa.

¡Gracias, Carmelita, por tu ejemplo! ¡Gracias! Por el amor que nos diste y por las lecciones que sin saberlo nos regalaste. Mi agradecimiento también a todas las madres de aquella generación, que con sacrificio, valor y ternura nos legaron un mundo mejor.

Siempre estarás con nosotros. Porque las personas como tú nunca se van del todo; viven en los corazones que han tocado.

Como decimos aquí, con el alma llena de gratitud y amor:  ¡Un beso al cielo!

 

Autor: Julio Jiménez Cordobés.  La Luisiana, 21 Junio del 2023